La imagen del pequeño Aylan Kurdi, con su carita hundida en la arena de la playa, ha sacudido las conciencias de occidente, pero, no nos equivoquemos: Todas las reacciones de políticos, periodistas, tertulianos y demás personal, más o menos autorizado para opinar, no son más que una pose, una
instantánea que ha durado eso, un instante, y luego han seguido a la suyo.
¿De qué me sirve que se me ofrezca, ahora, el mundo entero?, decía el padre de ese y otro niño, y esposo de una mujer, también ahogados, en el mismo accidente.
Dicen que Canadá rechazó su petición de asilo. Importa poco quién haya sido, aunque puede servir para que los canadienses den una patada en el culo a sus gobernantes en la primera ocasión que tengan, porque todos, y al decir todos, quiero decir todos, somos culpables de la muerte del pequeño Aylan.
Unos, por negar asilo a quienes huyen del horror, de la guerra, de las matanzas indiscriminadas, del exterminio de pueblos en nombre de la fe, la libertad o lo que convenga en ese momento. Las imágenes de cientos de personas, que se bajaban de un tren y se encontraron con una alambrada que les cerraba el paso, creo que en Hungría, no sólo nos retrotraen a otros tiempos de imposible olvido, sino que esas caras de no entender lo que estaba pasando hacen vomitar de vergüenza y de asco.
Tengo la certeza de que el pueblo húngaro no es como esa periodista malnacida que hace la zancadilla a un hombre con un niño en brazos, pero la imagen es tan fuerte y tan indignante, que no auguro un futuro prometedor a la autora de esa acción vil y cobarde.
Otros, por permitir que haya tiranos que eliminan sin piedad a quienes osan pensar de forma distinta. ¿Qué intereses están en juego en Siria para seguir manteniendo al presidente?
Cada uno de nosotros, por tener gobernantes insensibles que piensan más en la balanza de pagos que el más mínimo gesto de humanidad. No olvidemos, aunque suene duro, que cada pueblo, cada ciudadano, tiene el gobierno que se merece, ni más ni menos.
Ese niño pudo haber sido mi nieta, que tiene un año menos, o el niño que vive en el piso séptimo de mi casa, justo debajo de mí.
No lo han sido porque han nacido en Madrid o en Ponferrada. Porque han tenido la fortuna de nacer en un territorio donde no hay guerra, aunque hay cientos de miles de familias que libran una batalla diaria para poder sobrevivir. Pero no tenían más derecho que Aylan ni que ninguna de los miles de víctimas que mueren a diario intentando salir de la hambruna, de la miseria o de la guerra.
Y todo esto sucede mientras, con nuestros culos gordos bien aposentados, nos escandalizamos leyendo que un diputado, Peter Bucklitsch, señala como culpable al padre de la criatura, por ser demasiado codicioso y querer vivir como un europeo; pero nos escandalizamos sólo un poco porque, en nuestro fuero interno, estamos casi de acuerdo con él.
Nos quedamos tan panchos cuando el Presidente Rajoy dice que España acogerá a los refugiados «que nos correspondan», como si el horror tuviera un cupo del que no se puede salir. ¿Hubo cupo para los españoles que huyeron hace casi ochenta años?
Y asentimos con la cabeza cuando el líder de Podemos viene a pontificar que los que huyen de la uema deben pedir asilo en las embajadas u consulados que Europa tendría que abrir en Siria, con lo que tendríamos a cientos de miles de sirios asilados en Siria.
¿Se pueden decir más gilipolleces?