En algunas catedrales, como la de Valladolid y la Almudena de Madrid, por ejemplo, se preparan celebraciones para dar gracias por el Pontificado de Benedicto XVI (en Valladolid, el 24 de febrero a las 18 h; en Madrid, el 3 de marzo). No ha sido un pontificado largo; pero sí muy fecundo en orientaciones doctrinales y pastorales, y en resoluciones rotundas para recomponer el rostro golpeado de la iglesia, desfigurado por algunos de sus hijos desleales al Evangelio. Este Papa, antes vicario parroquial y luego profesor, nunca ambicionó cargos eclesiásticos; significativamente lo indica la figura del oso de San Corviano que colocó en su escudo de obispo y también de Pontífice. El Papa ha llegado al límite de las fuerzas, y no se va a bajar de la cruz; pero su cruz no es la de Juan Pablo II: es incompatible con sus obligaciones de timonero de la Barca de Pedro. El Papa sabio es consciente de que marcharse es, para él, una obligación por “el bien de la iglesia”. Gracias a Juan Pablo II, que introdujo, en el Derecho Canónico, la ley de la renuncia papal, Benedicto XVI deja la responsabilidad inasumible, ya, en su caso, de su encargo de Pastor Supremo; pero seguirá sirviendo a la Iglesia con el sufrimiento y la oración. Que podía ocurrir, se sabía: él mismo le respondió, en 2010, al periodista Peter Seewald, cuando le preguntó sobre el asunto: “Se puede renunciar en un momento sereno, o cuando ya no se puede más. Pero no se debe huir en el peligro y decir: que lo haga otro”, y también: “Si el papa llega a reconocer con claridad que física, psíquica y mentalmente no puede ya con el encargo de su oficio, tiene el derecho y, en ciertas circunstancias, también el deber de renunciar” (Luz del mundo). Juan Pablo II y Benedicto XVI son comparables en grandeza espiritual; pero Juan Pablo II se quedó en 84 años y le acompañó una salud compatible con su misión y un corazón de “hierro”; también quiero destacar que tuvo, junto a él, a un colaborador santo, sabio y fiel, el cardenal Joshef Razinger, su brazo derecho, ahora de 86 años y al límite de sus fuerzas, sin marcha atrás, como pronto lo lamentarán incluso los más reacios a aceptar su renuncia.
Josefa Romo