De Cuatrovientos a Ciudad del Cabo a golpe de pedal

El ponferradino David Díez Castro recorre 16.000 kilómetros a bordo de su bicicleta en un viaje iniciático a través de desiertos y junglas y con la hospitalidad de los africanos como gran apoyo
David Díez con un grupo de niños durante su viaje.

Violeta R. Oria / Quinito El 12 de octubre de 2018, un joven arquitecto técnico ponferradino, David Díez Castro, iniciaba una aventura que le llevaría a recorrer 20 países a bordo de su bicicleta. 16.000 kilómetros entre Ponferrada, desde el barrio de Cuatrovientos, a Ciudad del Cabo, en Sudáfrica. David llegó a esta última ciudad el 20 de enero de 2020, 15 meses después de iniciar su periplo en tierras bercianas. Así, partiendo de Ponferrada tomó rumbo a Oporto y, a través de la costa de Portugal, pedaleó hasta el estrecho de Gibraltar para arribar a Marruecos, desde donde cruzó África de Norte a Sur en una viaje iniciático.

David pasó estos 15 meses con un presupuesto de 5.000 euros, de ellos 1.500 para visados, que previamente ahorró trabajando. Por equipaje, además de su bicicleta y las herramientas para las averías, una tienda de campaña, un botiquín, un hornillo, batería solar para el móvil y algo de ropa de abrigo, todo ello distribuido en cinco alforjas impermeables. Para entenderse recurrió fundamentalmente al francés, que apenas conocía y que fue aprendiendo en el viaje. En cuanto a sus etapas diarias, éstas eran muy dispares. Desde una de 172 kilómetros en el Sáhara a otras de 25 en las zonas más difíciles.

La tienda de campaña y el hornillo no fueron sin embargo imprescindibles aunque la experiencia de dormir al aire libre en el desierto es uno de sus -muchos- mejores momentos. En Marruecos le invitaban a comer o a tomar el té allí por donde pasaba. A partir de Senegal se vió obligado a pedir permiso a los jefes de las tribus (mucubais, muhimbas, mucorocas…) para poder poner la tienda en su territorio, pues el desierto dio paso a los bosques y a la vegetación, a la jungla. Pero la gran hospitalidad de los africanos -y de los españoles, como el sevillano con el que vivió dos semanas en Malabo- le llevó en numerosas ocasiones a pernoctar en las casas de los amigos que iba haciendo, y a comer en viviendas a lo largo de las carreteras, donde la simple exhibición de una olla servía para dar a conocer que allí había comida a un precio módico, aunque el contenido de la olla era a veces un misterio. “Carne de bosque”, me decían, relata David riéndose.

Problemas: enfermedades y fronteras

Pero no todo fueron buenos momentos. Las enfermedades, la disentería y la malaria, le jugaron una mala pasada. En el trayecto entre Mauritania, donde comió pescado secado al sol, y Senegal pasó cinco días pedaleando sin comer, lo que también le provocó hemorroides. Cuando llegó a Saint-Louis, la capital de Senegal, se desmayó nada más entrar en el hospital: sufría disentería. El primer tratamiento que le dieron no le hizo efecto por lo que gracias a su seguro de asistencia pudo ser ingresado en un clínica 15 días, más otros 15 descansando un hotel.  Meses más tarde, en Costa de Marfil, contrajo la malaria y estuvo ingresado otros tres días.  Estos dos incidentes fueron sus principales problemas de salud. También sufrió una caída en Namibia pero sin importancia.

En cuanto a los problemas ‘logísticos’, David destaca la dificultad de conseguir los visados para pasar de un país a otro y su alto precio. “En cada embajada te piden una cosa, cada país tiene unos requisitos, depende también mucho del día que tenga el funcionario o de cómo le caigas, yo no tuve problema pero sé de viajeros que tuvieron que coger un avión y saltar así de un país a otro”, explica este aventurero.

Lo que le tocó la fibra

Aunque a David le gusta quedarse con lo bueno del viaje, que fue “casi todo”, según sus palabras, algunas actitudes le sorprendieron. El trato a la mujer es una de ellas. Así, en Marruecos pasó varios días en casa de un amigo pero ni siquiera vió a su mujer pues no estaba permitido, aunque, en su opinión, los países del África del oeste los más machistas. “Cuando me quedaba a dormir en algún poblado me levantaba con el ruido de la mujer amasando fuera. Mientras recogía mis cosas veía al hombre desperezándose para salir de la casa… ¡y ponerse de nuevo a dormir en el exterior!” cuenta, al tiempo que destaca la fortaleza y la alegría de las africanas.

El maltrato a los animales, en especial a los burros, es otro mal recuerdo. “En Senegal, Mauritania y Marruecos… no me olvido de cómo en el Atlas el dueño de un burro le pegaba con una manguera porque no quería bajar una cuesta”, destaca.

El problema de la emigración también le tocó la fibra: “En el Sahara conocí a un chico de Costa de Marfil que había atravesado África a duras penas para intentar pasar a España por cuarta vez. Tenía que pagar a la mafia más de 3.000 euros, no sé si iba a saltar la valla o a montar en patera, pero sí me dijo que había trabajado duro para  ahorrar el dinero. Yo le dije que iba a Costa de Marfil, a su tierra,  y él me dijo: ‘Bienvenido, nuestras puertas siempre están abiertas’… yo me quedé cortado pues no sabía qué decirle… ¿Que las nuestras están cerradas?”

 

Las imágenes del viaje: