Don Leoncio

Era el practicante más famoso de la ciudad. Algunas veces venía a casa, pero solo ahora, tantísimos años después, caigo en la cuenta de que aquel hombre tenía una impronta casi romántica. Como de policía escéptico y experimentado. O tal vez de poeta secreto, de los que nunca publican sus versos, ni a nadie le cuentan que los escriben. Pero que se entregan a ellos en noches de invierno, sobre todo si nieva y están tristes. Yo recuerdo bien su rostro. De un hombre ya mayor, casi setentón. Un rostro con arrugas. Y una mata de pelo extraordinaria. Creo que llevaba gafas, pero no estoy seguro del todo. También creo que se apellidaba Santamaría.

 

Recuerdo un día de lluvia. Don Leoncio llegó con su gabardina, y no se quitó esa prenda cuando vino a ponerme una inyección a la casa donde vivíamos, en la avenida de España esquina a la plaza de Fernando Miranda. Antes don Leoncio había subido los cuatro pisos, una pequeña parte de los cientos de escalones que coronaba cada día. Y allí se sentó, a mi lado, bajo la luz de una lámpara de mesita de noche. El juego de aquella penumbra, de mi fiebre y de su trabajo experimentado, creaba una escena casi cinematográfica.

 

Desde la cama fui observando el despliegue de los objetos que llevaba en su inquietante maletín, del que salió una cajita de metal con la jeringuilla, el temible artefacto punzante. Yo para ese momento estaba más que aterrado, pero procuraba disimular. Mis padres, a los pies de la cama, me daban ánimos y me decían que aquella dosis iba a erradicar mis males.

 

No recuerdo qué enfermedad tenía yo, aparte de la del pánico. Mi madre habló con don Leoncio, le dijo si necesitaba algo; el asunto estaba a punto de desencadenarse. Apenas unos segundos después, vi al viejo practicante ya con la jeringa en la mano derecha, y un trozo de algodón en la izquierda. Me dijo que me diera un poco la vuelta, lo hice como quien aguarda ser ajusticiado. O cuando menos, sometido a tortura.

 

No sé si me hizo daño. En todo caso, yo lo sentí desde las urgencias de mi pánico. Pero lo bueno de aquel suceso era que terminaba pronto. Noté al poco que la aguja salía de mi nalga de niño temeroso, y enseguida sentí la paz del algodón humedecido en agua oxigenada. Ya había pasado todo, y yo me tenía por un niño valiente, aunque no lo fuese.

 

Luego don Leoncio guardó sus útiles, habló un poco con mis padres, recuerdo que comentó que solo estaba él de guardia para toda la ciudad. “Para más de treinta mil personas”, dijo. De esas treinta mil personas, don Leoncio conocía a la mayor parte. Porque él tenía una profesión que le llevaba a estar en casi todos los hogares, ver a todos los niños y los grandes, los viejos y los enfermos, los sanos y el tiempo. Y recordar a veces, supongo, a los que ya habían muerto, que ya serían muchos. Porque don Leoncio llevaría por entonces no menos de cuarenta años trabajando en Ponferrada, desde mucho antes de la guerra. Había vivido décadas y dolor, esperanzas y tragedias.

 

Me dijo antes de irse que yo había sido muy valiente, y hasta reconoció que aquella inyección era un poco dolorosa. Luego escuché como se despedía de mis padres en el recibidor, como se cerraba la puerta y como sonaban todavía sus pasos bajando las escaleras. Otro hogar le esperaba, otro enfermo, otra zozobra, otra inquietud, otra vida. Y don Leoncio allí acudía, no dejaba a nadie sin atender, no le importaba estar hasta muy tarde trabajando, salir de casa de madrugada, cumplir y consolar siempre. Lo suyo era un sacerdocio. Que siempre miraba al mundo con piedad; y yo creo que también con una vieja y arraigada melancolía.

 

CÉSAR GAVELA

 

 

 

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