César Combarros/ Ical “El Bierzo es mi paraíso perdido, y como tal ha funcionado en mi narrativa”. Así lo reconoce Raúl Guerra Garrido, Premio Nacional de las Letras 2006, ganador del Premio Nadal y finalista del Premio Planeta. A lo largo de toda su vida, su obra literaria ha oscilado entre sus tres espacios vitales: el noroeste leonés que convirtió en su particular Macondo, la violencia latente y patente en el País Vasco, donde vivió y trabajó desde los años 60 hasta el nuevo milenio, y el Madrid cosmopolita donde reside desde que los radicales incendiaron su farmacia en San Sebastián la noche del 21 de julio del año 2000 (“jamás imaginé una jubilación tan llamativa”, escribió en ‘Cuaderno secreto’, 2003). Entre esos tres enclaves, el Canal de Castilla emerge como “una flor exótica” en su narrativa, que cristalizó en un libro emblemático: ‘Castilla en Canal’, dedicado a la obra de ingeniería hidráulica más importante del siglo XVIII.
Su propia vida, sus experiencias vitales, son la savia que nutre las ficciones de Raúl Guerra Garrido. “Siempre he creído que en la novela, que es básicamente el género donde yo me he expresado, tenías que ceñirte a la experiencia vivida, al tiempo, al espacio y a las emociones que verdaderamente conoces, porque el resultado será mucho más auténtico”, explica a Ical. “Para un escritor realista la novela es un saqueo de la experiencia, o sea, todo parecido con la realidad es coincidencia inevitable”, recalcaba en ‘Quien sueña novela’ (2010).
Nacido en Madrid el 4 de abril de 1935, al lado del Parque del Retiro, cuando apenas tenía un año su padre le llevó con su madre al pueblo del que procedían. “Mis padres eran de Cacabelos, pero los suyos, mis abuelos, procedían de Villafranca, de Flores del Sil, de Folgoso de la Ribera y de Campo del Agua, nombres más propios de un poema que del catastro”, escribe el autor en ‘Viaje a una provincia de interior’ (1990).
Era el 18 de julio de 1936, la guerra civil acababa de estallar y Raúl, su padre, marino de profesión, entendía que la familia estaría más a salvo en pleno corazón berciano que en la capital del país. Allí les dejó, para regresar él a Madrid, inaugurando tres años de ausencia paterna que se prolongaron mientras duró el conflicto armado. “La casa de los abuelos era la primera del pueblo según se bajaba la cuesta del Valín y sólo yo sabía que, gracias a su esotérica estructura geométrica, era una casa encantada: podía levitar alzándose de sus cimientos con la misma facilidad con que yo volaba en sueños cuando dormía en su interior”, relata en ‘El otoño siempre hiere’ (2000).
Una infancia feliz
Rodeado de “infinitos primos”, el pequeño vivió su más tierna infancia en aquella casa de tres plantas, con bodega, vivienda y desván, “un edificio de cartabón y plomada, rectangular, de dimensiones titánicas, escurialense”. En la terraza de aquella vivienda tendría lugar “el recuerdo más intenso” de su niñez, cuando conoció a su padre al poco de acabar la guerra civil, como narra en ‘Viaje a una provincia de interior’: “Yo tenía cuatro años y sólo le conocía por la foto que, cada noche, a la hora de rezar por él, me enseñaba mi madre. Estaba jugando en la plaza cuando alguien comentó: ‘Ha vuelto Raúl’. Corrí como un loco a casa del abuelo, las escaleras, tantas habitaciones a lo largo del pasillo, y por fin la terraza. Allí se habían reunido multitud de hombres, tíos, familiares, amigos, sólo hombres. Me asomé al espacio abierto y quedé petrificado, no pude reconocer a mi progenitor, no sabía quién de ellos era; pero uno, el más alto, el más guapo, el más fuerte, el más inteligente, el más cariñoso, se agachó para tomarme en brazos y apretarme contra sí y así estuvimos abrazados y llorando, hasta fundírseme en negro la escena”.
De vuelta a Madrid, comenzó a estudiar en el colegio laico del Sagrado Corazón, “sometido a la disciplina férrea del momento para experimentar, cada vez que llegaba el verano, una especie de asilvestramiento en medio de la naturaleza”, detalla José Ángel Ascunce en el ensayo ‘Raúl Guerra Garrido: el hombre, el escritor y su obra’.
“Yo era un urbanita de Madrid que se podía permitir el lujo de pasar unas vacaciones inmensas de estudiante en casa de los abuelos, que iban desde las cerezas a la vendimia. De ser un paleto de Madrid pasaba a ser un cazurro de El Bierzo. Cuando estaba con mis primos, en esa explosión continua de las frutas, yo era el más paleto: no había matado un conejo ni había visto parir una vaca, no había montado en burro, no sabía cómo crecía la hierba, y allí lo aprendí. Y cuando un primo mío iba a Madrid yo era el experto, que sabía que había que esperar a cruzar una calle cuando el semáforo estaba en rojo o, mejor dicho, que había que cruzarla más deprisa”, recuerda para Ical.
Cada verano, pues, se repetía idéntico ritual al arribar a la casa de los abuelos paternos, Emérita y Bernardino: “Abría el abuelo la doble puerta de la terraza y colocaba al nieto de espaldas, en posición de firmes contra el filo de una de las orfebradas hojas, la nuca tocando la madera. Con su navaja de muelles procedía a hacer una muesca a la que después signaba con la inicial del nieto y la cifra del año, comprobando así lo que el interfecto había crecido durante el último curso”, rememora en ‘El otoño siempre hiere’.
“Eso era el verano, un tiempo de libertad acentuado porque mis padres se quedaban en Madrid y yo, hijo único, podía efectuar las más fantásticas correrías a pesar del severo carácter de mi abuelo, suavizado hasta lo indecible por la imposibilidad material de controlar a sus infinitos nietos”, describe en ‘Viaje a una provincia de interior’.
“Yo, de El Bierzo, podría estar contando historias durante varias reencarnaciones”, asegura ahora. “Si la geografía de todo un país pudiera concretarse en un único punto, apoyo para que la palanca de la memoria remueva al mundo de los recuerdos, evanescentes como el aroma de la manzana recién secuestrada del árbol y ya herida por nuestra voracidad, para mí ese punto del paisaje sería el kilómetro 400 de la carretera Nacional VI, de Madrid a La Coruña”, apuntaba en ‘El otoño siempre hiere’ en alusión a la viña de su abuelo.
“Como todos saben, el mundo tiene un centro clarísimo, las bolas del mundo de la Plaza Mayor de Cacabelos, y a partir de ahí se expande”, relata con una imborrable sonrisa. Aquel enclave, epicentro de su microcosmos vital, aparecerá también en la novela con la que en 1984 fue finalista del Premio Planeta, que supondría su primera (que no última) incursión narrativa en el mapa leonés de su vida: ‘El año del wolfram’. Entre las páginas de ese western, su particular “epopeya berciana”, presenta a su protagonista “quieto en el centro del jardín rectangular de vértices rematados con cuatro bolas de cemento, absurdas, pero insuperable atracción de la chiquillería, por las que habíamos trepado generaciones enteras”.
En esa misma plaza se enclavaba la botica de su abuelo materno, José Garrido Ojeda, el farmacéutico del pueblo, cuyo oficio se convertiría, años después, en el del propio joven, que prolongaría (ya en el País Vasco), una tradición familiar de varias generaciones hasta el abrupto final del año 2000. Sobre ese espacio, José Enrique Martínez profundiza en su ensayo ‘Las novelas del Bierzo de Raúl Guerra Garrido’, incluido en el volumen ‘El Bierzo de Raúl’, publicado en 2007 por el Instituto de Estudios Bercianos: “La botica del abuelo representa para el niño y el adolescente del relato lo que para otros ha representado el desván en clásicas rememoraciones de la infancia: lugares mágicos, abiertos a la sorpresa, al milagro; lugares secretos, ámbitos de intimidad, espacios de la fantasía donde habitan tanto lo inesperado como lo quimérico, ajenos a la rutina cotidiana”.
El propio abuelo José se convertirá, muchos años después, en el punto sobre el que se sustenta ‘Cuaderno secreto’, la que hasta el momento es la última incursión directa de Guerra Garrido en su universo leonés. Esa obra se articula a partir del descubrimiento por parte de su prima Nila, en una mudanza, de un cuaderno personal del abuelo que, con el título ‘Personalia’, había manuscrito “el mágico territorio de su farmacia de pueblo, en donde todo prodigio era hábito, para mal, como el nauseabundo sabor del aceite de hígado de bacalao, o para bien, como la dulcedumbre de las pastillas de goma. En donde algunos enfermos se curaban como en Fátima”.
“Tal ámbito decidió mi vocación y así añadí la de farmacéutico a la de explorador, cineasta, marino, geólogo, buzo, piloto, detective, quizá alguna más según la última película, y por supuesto escritor. Un heteróclito cúmulo de vocaciones, pero no tan dispersas como su simple enumeración aparenta, todas ellas atravesadas por el estímulo de la curiosidad; era un curioso incorregible y buscaba más la emoción que el conocimiento, algo lógico en tan prodigiosa edad”, apuntaba en ‘Cuaderno secreto’.
El día a día del adolescente Raúl transcurría entre su avidez lectora madrileña y la libertad de las tierras leonesas. Tras aprobar a la primera la reválida de séptimo, acababa de ser seleccionado para la categoría juvenil del equipo de baloncesto de sus amores, el Real Madrid, y afrontaba el verano de 1952 con la mejor de las perspectivas, antes de iniciar el Bachillerato en el colegio de la Sagrada Familia.
Aquellos meses son el eje sobre el que pivota ‘Viaje a una provincia interior’, su guiño personal al ‘Bosquejo de un viaje a una provincia del interior’ (1843) del también berciano Enrique Gil y Carrasco: “Sería un verano iniciático con el ritual que toda ceremonia de iniciación comporta, o sea, dividido en tres secuencias fundamentales: la preparatoria, a efectuar en un lugar sacro y a decir cuál más idóneo que este fragmento del Camino de Santiago; el viaje, símbolo de mutación, con una serie de pruebas que me disponía afrontar con cierto miedo pero no sin una plena confianza en mis fuerzas; y el renacimiento o entrada en un nuevo ámbito del ser, el paso largo, moría el adolescente y nacería el adulto”.
A lo largo de sus páginas, recorre escenarios de su adolescencia como el Morredero, la herrería de Compludo, el camino del Ouro, las minas del Eje, la iglesia de Santiago de Peñalba, el nacimiento del río Cúa, Las Médulas “bañadas en sangre de esclavos”, el castillo templario de Ponferrada o “las maravillas todas de un país insólito, como el bimilenario tejo de San Cristóbal de Valdueza”. Con el protagonista de ‘Viaje a una provincia interior’ subido al coche de línea dispuesto a afrontar la cuesta del Valín, la misma donde aprendió a montar en bici, Guerra Garrido remataba aquel libro: ”El Bierzo era mi juventud, y ya de por vida sería un extraño para aquel joven que hoy recuerdo”.
La literatura como norte
Ya en el Bachillerato, el hermano Timoteo avivaría su afán lector en el colegio de la Sagrada Familia, teniendo que superar sus dificultades con las Matemáticas y el Latín antes de iniciar sus estudios de Farmacia en la Universidad Complutense de Madrid, donde conoció a quien sería la mujer de su vida. Al terminar sus estudios en 1960, inició su tesis doctoral en Edafología, becado por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Por aquel entonces la Universidad de Berkeley le ofreció una beca para culminar su tesis, pero la muerte de su padre y su compromiso de pareja le hizo rechazar la invitación para trasladarse a California en plena revolución hippie.
“Hubiera sido un cambio terrible, pero no me arrepiento”, confiesa ahora, “la vida es una senda que se bifurca en muchos caminos”. “Por razones económicas, empecé a trabajar en la industria en Andoáin, en la Guipúzcoa profunda, y en los años 60 asistí a la transformación industrial del país. Hacíamos potingues para toda suerte de industrias, y yo era el sabio atómico que estaba allí encerrado y hacía inventos. Fueron unos años muy ricos en experiencia. Probablemente en California hubieran sido más divertidos, pero eso no se sabe”, comenta.
Sería a finales de esa década cuando verían la luz sus primeros conatos literarios. “Desde muy niño, desde que leía novelas, por alguna razón di por sentado que acabaría escribiendo. Lo cierto es que nunca tuve prisa en que eso llegara, y empecé en esta profesión con los 30 años bien cumplidos”.
En 1968 su primer libro, ‘Con tortura’, se alza con el Premio Ciudad de San Sebastián. Su denuncia del acoso y la violencia promovida por los terroristas le granjearía, desde su tardío debut como escritor, amenazas constantes: “Cuando se entregó el premio, la Biblioteca Municipal estaba tomada por policías de paisano, y al salir vi que habían pintado insultos en mi 4L”, recuerda.
Lustros después, cuando ya contaba a sus espaldas con novelas comprometidas con la realidad del País Vasco (desde ‘Cacereño’ hasta ‘Lectura insólita de El Capital’, Premio Nadal en 1976), alguien de su familia le lanzó una pregunta directa: ‘¿Por qué no hablas en tus libros de El Bierzo?’. “Yo me había distanciado de El Bierzo, pero decidí recuperar un asunto que había sido capital para la comarca tiempo atrás y del que nadie hablaba: el wolfram”, detalla. El escritor aceptó el envite y en 1982 se subió junto a un amigo en el viejo jeep de uno de sus primos, con el que recorrieron la zona, desde la Peña del Seo hasta Villafranca, “comiendo unas truchas fabulosas que ya no existen”.
Abría así un filón sentimental que el tiempo no ha conseguido cerrar, y que encontraría continuación años después de forma explícita en ‘Viaje a una provincia interior’, ‘El otoño siempre hiere’ y ‘Cuaderno secreto’, aunque las referencias han acabado colándose en el grueso de su narrativa, como con la perrita Cúa que aparece en ‘Quien sueña novela’. “La nostalgia es la felicidad del melancólico”, sentencia.
“Frente al País Vasco, marco de situaciones comprometidas, El Bierzo y Cacabelos, concretamente, simbolizan el pasado del bucolismo feliz, la tierra mítica de los antepasados. (…) El Bierzo sirve de inspiración a obras que exaltan el romanticismo del pasado, las virginales vivencias de la infancia, el despertar a la vida y, como trasfondo, un paisaje de encantos y atractivos casi indescriptibles”, escribe Nicolás Miñambres en otro ensayo recogido en ‘El Bierzo de Raúl’.
Un flechazo instantáneo
Además de El Bierzo de sus entrañas, Raúl Guerra Garrido se convirtió en 1989 en uno de los principales valedores del Canal de Castilla, con la aparición en librerías de ‘Castilla en Canal’, la obra resultante de recorrer junto a su mujer, en diferentes etapas discontinuas, “la obra más importante de ingeniería civil, y por lo tanto civilizadora, de los ilustrados españoles del XVIII”, diseñado “a imagen y semejanza del francés de Languedoc o del Midi, el gran hito de la ingeniería civil europea del siglo XVII, cuyas esclusas fueron recomendadas un siglo antes por Leonardo da Vinci”.
La localidad palentina de Alar del Rey es “el extremo del Canal más próximo, a veinte intransitables leguas, del mar Cantábrico, mar de Castilla”. “Los canaleros lo peregrinamos así, de sur a norte, en busca de la mar a lo largo del siglo XVIII, la Ilustración, las luces. Concibiendo su camino de sirga como una única y solidaria cinta umbilical”, relata.
Su primer contacto con el Canal se produjo en una librería de viejo de la lejana Venezuela a finales de los años 80, cuando cayó en sus manos el libro ‘Andanzas de un poeta por Castilla la Vieja’, de Nelson García Colombani, que hablaba entre sus versos de aquel “alocado proyecto de gigantes”. Aquellos textos despertaron una curiosidad que acabó cuajando casi una década después. “De joven siempre fui un buen andarín (“andar, andar, el andar es el mejor de los estímulos”, escribía en ‘Viaje a una provincia interior’), y al recorrer en coche la ruta entre San Sebastián y El Bierzo me llamaba la atención un cartel que se repetía al cruzar varios puentes: ‘Canal de Castilla’. Así, en julio de 1997, “sin ninguna intención de escribir un libro”, decidió detenerse a la salida de Melgar de Fernamental, en dirección a Osorno, para acercarse a las aguas y “un resbalón” terminó con él “de cuerpo entero en medio de la mansa corriente”.
El asesoramiento del historiador Juan Helguera acabó por animarle, y junto a su mujer recuperó su querencia andarina, animándose a vivir en sus propias carnes “el peregrinaje laico” que, en contraposición con el religioso que es el Camino de Santiago, mejor explica en su opinión “lo que pudo haber sido Castilla y por qué no lo fue”. “Es una autopsia muy reveladora”, añade.
‘Castilla en Canal’ es su personal homenaje a “una planta” que floreció en su narrativa “de manera espontánea”, y que luego le ha llegado a apasionar “profundamente”. “Es un ejemplo maravilloso de esa arquitectura de la Ilustración donde la belleza era la expresión de la eficacia”, asegura en alusión al “más maravilloso ‘castillo en el aire’ que jamás se edificó en Castilla”.