¡Ya estoy de vuelta! A los lectores despistados o poco habituales de mi columna les recuerdo que la semana pasada no discutimos porque estuve de viaje en Berlín. Tal y como había adelantado hace semanas, si sobrevivía a las bajas temperaturas del país europeo sería prácticamente inmortal y me vería obligada a compartir mi experiencia, por si a alguien le sirve para un futuro.
El frío de Berlín de finales del mes de noviembre es espabilante. Tuve una temperatura “buena”, valoró el taxista que me fue a recoger al aeropuerto. Y buena le llaman los alemanes a que los mercurios no superen en un par de grados el 0. Iba preparada como para que me soltasen en el Polo Norte, así que tampoco es que esto me cogiese por sorpresa. El aire en Berlín te golpea la cara y los miembros hasta que dejas de sentirlos pero nada tan grave como para que un vino caliente y un bretzel no le pongan solución. Hay otro frío aún peor, el que nunca cesa.
A 35 kilómetros al Norte de Berlín, en la población de Oranienburg, se encuentran los restos de Sachsenhausen, el que fuera el primer campo de concentración nazi que con el tiempo se transformó en un campo de exterminio, y que sirvió durante toda la guerra como ensayo y modelo para el resto de campos de hacinamiento y exterminio del régimen de Hitler. En él se reunían varias veces al mes los altos mandos de las SS para definir las nuevas formas de tortura y asesinato a opositores políticos, judíos, gitanos, homosexuales, prisioneros ideológicos y Testigos de Jehová. Perfeccionar, masificar y hacer más eficientes económicamente esas técnicas, porque en una guerra larga se hace necesario ahorrar munición y es igual de efectivo y más barato dejar a la población morir de hambre, de extenuación y de frío, que utilizar balas. Así, de paso, ningún pobre soldado se sentía como un asesino por apretar el gatillo sino que dejaban que la naturaleza hiciese su “trabajo” y cargase con las culpas.
Fue construido por los nazis en 1936 para confinar masivamente a los ‘pseudohombres’, como los denominaban, explotarlos físicamente, experimentar con ellos y aniquilarlos cuando ya no les servían para nada. Aproximadamente, unos 30.000 prisioneros perdieron la vida dentro de sus altos muros y eso se te mete por los poros, te hiela el alma y la conciencia. Y no hay nada que lo remedie.
Siempre son las 11:10 del 2 de mayo de 1945 dentro del campo. Fecha y hora en la que las tropas rusas atravesaron sus puertas de hierro, que todavía rezan ‘El trabajo os hará libres’, para liberar el campo y sus rehenes. Aunque han pasado ya más de setenta años eso para la memoria histórica sigue siendo antes de ayer, por eso el frío en Berlín nunca cesa.
A los alemanes les sigue pesando la culpa del horror, la vergüenza, y sienten consternación al ver de qué manera Europa da pábulo y fuerza a la extrema derecha. “En los colegios se enseña que no hay nada bueno que se pueda extraer de la época nazi. Es una forma de contrarrestar que muchos niños han crecido con las historias que les han contado sus abuelos. Esas con las que los adoctrinaron en la época del dictador”, reconoce un historiador argentino afincado en la capital alemana. Lo que da escalofríos es que no hayamos aprendido nada como sociedad y caminemos erráticos hacia la fatalidad una vez más.