Esta España mía, esta España nuestra

Ay, España, España, España, tan contundente en tus reacciones como la Ñ que te acompaña.
Decía el gran Machado, seguramente recorriendo en ese viejo coche las carreteras polvorientas camino del exilio, aquello de “españolito que vienes al mundo te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.
A mí no se me heló el corazón con la manifestación de Colón de estos días pasados, ni siquiera cuando un colega cámara, que se fue a cubrir la manifa, me dijo que se acojonó con tanta gente soltando improperios contra él y amenazándolo, pensando que era de la Sexta. Al final me contó que se salvó gracias a un armario empotrado con tatuajes por todos los lados y una bandera de esas del águila que le dijo a la turba enfurecida que era colega suyo (mentira, según mi colega no lo había visto en la vida) y que sólo estaba ahí para ganarse la vida currando. Los ánimos se calmaron y mi colega pudo seguir trabajando con lo poco servible que le quedaba de su equipo (sí, como lo oyen, le dejaron la mochila y los aparatos hechos unos zorros) y el animalote de los tatuajes siguió con la bandera al viento gritando aquello de ¡Sieg Heil!, Sieg He… uy, perdón, era ¡Arriba España, arriba España! (¿en qué estaría yo pensando?) Bromas políticas aparte, el episodio que vivió mi colega, que se llama Jose, bien podría ilustrar lo que esta España que tanto amamos todos es capaz de hacer. España es capaz de lo mejor y de lo peor, de lo más bueno y de lo más horroroso. Decía alguien por ahí, una escritora de éstas que habla del club Bilderberg y de demás teorías conspiranóicas, que allá fuera, en Europa, nos temen, tienen miedo no de lo que somos ahora, un país dirigido por una clase política y empresarial que se vende bien barata, sino de lo que fuimos, de aquello que logramos cuando de verdad fuimos uno.
A mí no me gusta especialmente este tipo de argumentos ya que exacerban aún más ese sentimiento nacionalista que, en exceso, ya sabemos a donde llega, sobre todo si se utiliza, como lo suelen hacer, para conseguir determinados fines políticos que, al fin y al cabo, son fines económicos, no nos engañemos. Con lo que me quedo es con ese armario empotrado lleno de tatuajes, sí, con él, con una persona que tiene su ideología y la defiende con uñas y dientes, con violencia si se diera el caso, que le da igual, o ni siquiera sabe, que aquello que defiende y, sobre todo a aquellos a los que defiende como representantes de esa ideología, le están engañando y utilizan su entusiasmo y su fe para llenarse los bolsillos mientras le gritan en los altavoces que España no se toca. ¿Y por qué me quedo con él? Porque ayudó a una persona que lo necesitaba, que lo estaba pasando mal, que necesitaba ayuda. En su cabeza rapada surgió la idea de socorrer a ese muchacho al que zarandeaban, y si esa idea surgió de su cabeza es porque vino alentada desde el corazón, no me cabe la menor duda.
El otro día me preguntaba a mi mismo si España era racista, si los españoles de verdad somos tan racistas como puede ser un supremacista blanco de los EEUU. Supongo que alguno habrá, pero tengo la sensación de que España, y por ende los españoles, no somos racistas, somos más bien contradictorios, un poco ingenuos y también un poco ignorantes, no nos volvamos a engañar. Somos capaces de votar a un partido que defiende las devoluciones en caliente de los inmigrantes que llegan a nuestro país y después resulta que dirigimos un equipo de fútbol infantil donde la mayoría de sus integrantes vienen de latinoamérica, por ejemplo. Eso es España, gente buena con ideales contradictorios. Porque eso es lo que interesa, la contradicción, resaltar aquello que nos separa y procurar que olvidemos aquello que nos une. “Divide y vencerás”, gran frase para la historia.
Así que, llegados a este punto, como españolitos que hemos venido a este mundo…¿qué haremos? Hagamos como el amigo de la bandera, o como el antifascista que ayudó al pijito del chaleco con bandera de España en la pulsera que se metió por error en una taberna abertzale. Ayudémonos, tendámonos la mano, dejemos de lado esa ingenuidad política que tenemos, ¡que nos lo creemos todo, coñe!, y seamos esa España amable que discute de fútbol y política en los bares, que tiene una bandera constitucionalista en el bar y dirige un equipo de fútbol de “panchitos”, esa España que hace el bien y sonríe. Seamos fiesta y pandereta, playa y montaña, pueblo y ciudad, seamos poesía, sobre todo poesía, y dejemos los fusiles dialécticos y las proclamas mete miedos. Seamos, ante todo, mi querida España, esta España mía, esta España nuestra…. Lo demás vendrá por añadidura.