En el común hablar entre gentes de la tierra maragata sobresale el uso del diminutivo. Es práctica que convierte hechos y objetos en algo cercano y familiar. Y tampoco desdeña una confianza con interlocutor o interlocutores vestida de amistad o cercanía.
Por eso, me llama la atención que para los lugareños, el edificio que alberga el Ayuntamiento de Astorga se desmarque de la jerga habitual y le conceda como divisa identificativa un sonoro aumentativo: la Casona. ¿Será una sublimación del respeto a lo que debe ser hogar de todos? Siendo así, es óptima forma de demostrarlo.
Y la realidad es que cuadra el recurso oral de sutil colosalismo en el monumento, para tantos, locales y forasteros, más emblemático de la ciudad. Es uno de las casas consistoriales más bonitas y llamativas de este país. Domina el entorno de la plaza Mayor (o de España, no se hurte la polémica escondida y la clarificación de su denominación oficial) en la que se alegoriza como broche de un collar de perlas. Gloriosa glorieta de protocolos y ferias; de juegos y espectáculos; de correrías infantiles y de reposos de osamentas cansadas y dobladas por los años; de cohete de fiestas y de sentida devoción al paso de las procesiones. A todo presta atención la Casona, majestuosa de oficio.
La Casona es sede de la voluntad popular expresada en la elección de los regidores, pero no solo de política se atavía. Por su ático, Zancuda y Colasa dan fe de inquilinato por encima de veleidades de urna. Felices protagonistas de las campanadas horarias, a mazo en mano y juego de cadera. Son los astorganos más fotografiados. Magos por un estrellato ganado en el lapso temporal mínimo de uno a doce segundos, según horario. Faltaba la magia. Ahí su rúbrica.
ÁNGEL ALONSO