Los años de Madridgrado. Los comienzos de la animadversión hacia Madrid

La animadversión hacia Madrid como ciudad símbolo de la España contemporánea que en estos últimos años parece resurgir con impulsos renovados no es un fenómeno reciente, como tampoco se encuentra su origen en las tensiones surgidas durante el franquismo entre el centralismo autoritario y las aspiraciones nacionalistas de la periferia. Aunque hoy día los motivos que se aducen en contra de la capital están basados en un imaginario histórico y responden en gran parte a cuestiones aparecidas en las últimas décadas, los comienzos de la animadversión hacia Madrid, como el de otras tantas actitudes políticas y culturales vigentes en España, se remontan a épocas anteriores y a motivos bien distintos de los derivados del nacionalismo.

 

A lo largo del siglo XIX, aparece en el discurso político y en la producción cultural española, especialmente en la literatura, un sentimiento antimadrileño y antiurbano que se irá intensificando a lo largo de la centuria, y que alcanzará su máxima expresión en los años de la Guerra Civil y la posguerra, convirtiendo la capital en una ciudad aborrecida y culpable para aquellos que habían acabado con la República. Se trata de una manifestación más del rechazo hacia las urbes modernas –que es decir lo mismo que a la industrialización y al liberalismo– desarrollado también en Europa, que coincide con la aparición en España de la sociedad moderna y que se expresa y difunde a través de la literatura, el arte y el discurso político surgido entre 1898 y 1945. En este proceso, tiene una especial importancia la Guerra Civil, una época en la que coinciden una serie de planteamientos en relación a la urbe contemporánea, la idea de España y la consideración de Madrid que se concretan en una visión negativa de la capital, inseparable de anteriores actitudes críticas y de los acontecimientos desarrollados durante la República y el conflicto civil.

 

La animadversión hacia la capital de España surgida al compás de la implantación del régimen liberal y de la industrialización es una manifestación de la tradicional valoración del campo y de condena de lo urbano. Se trata de una idea que se remonta a la Antigüedad, basada en el mito de la Edad de Oro y la Arcadia feliz, y que se trasmite desde la literatura latina por medio de los géneros bucólicos y pastoriles durante el otoño medieval, alcanzando a la Europa moderna con vitalidad. Esta actitud, de contenido tanto estético como moral, cuya extensión experimentó una actualización y un importante desarrollo desde los comienzos de la industrialización, se tradujo en la aversión hacia la ciudad moderna, donde se manifestaban con plenitud las nuevas formas de producción y de vida y se situaban los nuevos grupos sociales. El nativismo que idealizaba la vida campesina, unido al rechazo a las innovaciones técnicas que trajo consigo la Revolución industrial, encontró en las ciudades, que albergaban las nuevas fábricas y acogían a las masas obreras, el escenario de su inquina. Ni siquiera España, de industrialización tan raquítica como lenta en comparación con sus vecinos europeos, se vio libre de estas actitudes que son inseparables de la modernidad y del capitalismo.

 

Por su capacidad para reflejar las mentalidades, ha sido la literatura la actividad más sensible y presta a registrar la reacción ante los nuevos cambios. Pronto, la novela, el género más característico de la sociedad moderna y el más inclinado a recoger la realidad social, reflejó esta actitud de fascinación hacia las nuevas urbes por parte de quienes asistían entusiasmados al impacto de la técnica en las antiguas ciudades, pero también el miedo al progreso y el rechazo a las transformaciones que se estaban produciendo. Esta actitud fue especialmente fructífera en lo literario, al impulsar un género ruralista y costumbrista que partía de la tradicional superioridad moral del campo sobre unas ciudades corrompidas y corruptoras moral y físicamente, en las que anidaba la denostada modernidad. Con argumentos diferentes pero con rasgos comunes, las obras de Fernán Caballero y de José María de Pereda o las prédicas savonarólicas del canónigo Josep Torras i Bages, obispo de Vich e ideólogo del denominado “vigatanisme”, abundan en el recuerdo de la Arcadia y en la crítica de las nuevas técnicas, del ferrocarril, de la industria de humeantes chimeneas y de las urbes modernas que los acogen. En estos planteamientos, coincidirán el carlismo y los nuevos nacionalismos periféricos, trufados de romanticismo historicista, pues ambas opciones coincidían en encontrar en el liberalismo y en la industria, es decir, en la modernidad, el origen de todos los males de la sociedad. Uno de los momentos culminantes de la reacción contra Madrid surgida a raíz de las transformaciones experimentadas desde el final del Antiguo Régimen coincide con el comienzo de la actividad literaria de la Generación del 98. En este crítico periodo de fin de siglo, se ponen las bases de un antimadrileñismo en las letras que, a pesar de no estar siempre vinculado con las ideologías más reaccionarias, es por encima de todo una manifestación de rechazo a la sociedad moderna, capitalista e industrial, cuya expresión política era el liberalismo, y de la que participaban tanto sectores conservadores como otros que no lo eran tanto.

 

A pesar de lo limitado del crecimiento experimentado por Madrid y de su debilidad industrial, las manifestaciones de modernidad que tenían lugar en la ciudad, como la creciente concentración de clases populares, fruto en su mayor parte de la emigración campesina, que había incrementado espectacularmente su población, unidas a las reivindicaciones obreras y de la “gente del bronce”, causaban inquietud entre diferentes grupos sociales, tanto de la propia urbe como de unas provincias de base agraria y vida tradicional apenas contaminada. Poco a poco, se fue desarrollando, especialmente entre las clases medias españolas más conservadoras, el temor y el rechazo hacia las nuevas formas de vida y hacia unas masas urbanas que se mostraban cada vez más reivindicativas, coincidiendo con la implantación de actividades económicas modernas. Todo ello se sumaba a la realidad madrileña de fines del siglo XIX y a su condición de capital de un sistema político desacreditado cuyo funcionamiento era objeto de críticas cada vez más intensas. Si Roma era para los católicos la caput mundi, Madrid, para quienes se mostraban más críticos con el liberalismo, era la encarnación y la esencia del sistema político surgido de la Restauración de 1876, la cabeza del caciquismo y el lugar al que iban a parar los recursos de las provincias.

 

Prácticamente todos los escritores y artistas del 98 expresaron en las obras realizadas alrededor de esa fecha una actitud crítica hacia el modelo de ciudad moderna caracterizado por la masificación, la industria y la aplicación de las nuevas técnicas. En este aspecto, Madrid, la ciudad a la que habían acudido desde sus villas históricas de provincias en busca de la gloria literaria, era la metrópoli que tenían más cerca, lo que la convertía en el objetivo de unas críticas que revelaban un malestar esencial hacia un modelo de sociedad. Si Pío Baroja y Azorín –cuando este último todavía era Martínez Ruiz– hacían de flâneurs por la Villa y Corte y daban cuenta, con tanta inquietud como atracción, tanto del Madrid suburbial y popular que se nutría con los damnificados que dejaban las nuevas formas económicas como de los cambios que estaba sufriendo una ciudad que aún no se creía que se habían perdido Cuba y Filipinas, los Unamuno y Valle-Inclán contemplaban la capital con reticencia provinciana y nostálgica de la Arcadia hidalga y campesina que la industrialización, el capital y el liberalismo habían barrido. Desde entonces, fue común el planear de cipreses contra chimeneas y el agitar de paisajes castellanos como esencia de la patria y modelo de una Naturaleza que siempre aparecía idílica frente a una ciudad cada vez más hostil y desconocida.

 

El sentimiento, tan antiurbano como antimadrileño, desarrollado al compás de la consolidación del liberalismo y del capitalismo en España tiene como corolario el afianzamiento de las actitudes agraristas y castellanistas que se habían iniciado con el carlismo y expresado en las obras de escritores de popularidad como Fernán Caballero o José María de Pereda. Esta corriente situada frente a la modernidad se consolida con el regeneracionismo y con las aportaciones de la Generación del 98, de manera que al llegar el nuevo siglo XX se podía distinguir a un conjunto de escritores, intelectuales, artistas y políticos que contraponían en sus obras, a la incipiente modernidad de Madrid y de la sociedad industrial y democrática que se afianzaba en España, la historia y la tradición encarnadas por una visión historicista de Castilla, en un contexto de nostalgia preindustrial a veces mal disimulada. Se trata de una idea de contenido reaccionario opuesta al liberalismo y a las nuevas formas económicas que estaba llamada a tener éxito literario, político y artístico, tanto que incluso llegaría a nutrir las teorías fascistas en los años treinta y a inspirar a la literatura más conservadora. De esta forma, el ruralismo crítico con la realidad moderna y reformista que encarnaba Madrid iba a marchar de la mano del castellanismo desarrollado a lo largo del último tercio del siglo XIX gracias, entre otros, a los autores del 98.

 

A partir de los comienzos del siglo XX, Madrid es contemplado desde una perspectiva muy negativa por parte de quienes rechazan las manifestaciones de la modernidad, especialmente el rápido crecimiento de la población y la aparición de nuevas formas de relación y de urbanismo. Un aspecto esencial de este proceso, y quizás el elemento que más contribuyó a la animadversión hacia las urbes, es el creciente protagonismo de unas masas urbanas cada vez más numerosas y dispuestas a participar en los asuntos públicos, un fenómeno que despertó inquietud en amplios sectores de la población. Más tarde, la aparición de socialistas y anarquistas en la vida política, es decir, de la clase obrera organizada en partidos y sindicatos, no haría más que radicalizar el sentimiento conservador que había impulsado la aparición del discurso antiurbano. Esta actitud se incrementará a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, a medida que Madrid se fue convirtiendo en una ciudad moderna, cuya vida capitalina cada vez más compleja, a pesar de sus limitaciones, contrastaba con la mortecina existencia de las urbes históricas de gran parte del país.

 

Si el avance de los sentimientos antimadrileños estaba unido al auge del castellanismo ruralista, también se puede considerar vinculado al desarrollo de los nacionalismos vasco y catalán. Desde el último tercio del siglo XIX, las versiones más tradicionales del nacionalismo periférico encuentran en Madrid el objetivo de unas invectivas que aúnan su rechazo hacia la industria, la técnica y la vida moderna que se manifiesta en la ciudad, con su oposición hacia el liberalismo uniformador cuyo centro es la capital. Es este rechazo hacia el centralismo propio del Estado liberal que se ejerce desde la capital a lo largo del siglo XIX, el elemento esencial en la prédica antimadrileña del nacionalismo.

 

La conclusión de la I Guerra Mundial supuso para todo el continente el final del siglo XIX o, lo que es igual, una pérdida de la inocencia, que iba a resucitar, con nuevos argumentos e intensidad fortalecida, las actitudes más conservadoras hacia la realidad social que encarnaba la urbe moderna. No obstante, aún subsistirá cierta fascinación por la ciudad y la modernidad que habían impulsado las vanguardias y que, al compás de su desarrollo, pareció imponerse a la tradicional prédica antiurbana.

 

Pero no todo era entusiasmo por la técnica o admiración ciega por la vida en las nuevas metrópolis, a pesar de que aquellos intelectuales que integraban la Generación del 14 tenían una indiscutible vocación europeísta. Si muchos de ellos criticaban Madrid por sus carencias y limitaciones como ciudad moderna, que le impedían compararse con las urbes del continente, también sucumbieron a la crítica del centralismo y a la descripción de ese ambiente especial, mezcla de bohemia y localismo, como una suerte de París castizo, que desfila por Troteras y danzaderas o por los escritos, pinturas y grabados de Gutiérrez Solana. Esta imagen de un Madrid, más que canalla, poco convencional se une a una nostalgia por la Naturaleza de marcado carácter idealista, en muchos aspectos propia del modernismo, que llevó a Juan Ramón Jiménez a buscar dentro de la ciudad, desde el observatorio de la Residencia de Estudiantes o desde alguno de los sanatorios cercanos a los Altos del Hipódromo, su colina de los Chopos, cualquier atisbo de un campo que se sentía cercano.

 

Al finalizar los años veinte, los inconvenientes de la sociedad moderna y sus disfunciones, especialmente las que tenían como escenario la ciudad, comenzaban a manifestarse con una intensidad desconocida hasta entonces. La crisis económica abierta en 1929 y los efectos del capitalismo industrial en la vida cotidiana confirmaron el fin de la fascinación por la técnica y las novedades que predominara hasta ese momento. La idea de una ciudad hostil que se había ido abriendo paso a lo largo de los veinte se encuentra a medio camino entre la fantástica Metrópolis de Fritz Lang y la imagen que ofrecían capitales europeas como Petrogrado, Budapest o Berlín, escenarios de la agitación revolucionaria de unas clases populares y ciudadanas cada vez más numerosas y reivindicativas. Esta idea de la ciudad como campo de batalla entre la revolución y el orden alcanzó Madrid en uno de los momentos más críticos del sistema político de la Restauración, y a pesar de que su modernización era limitada en comparación con aquellas otras metrópolis europeas que habían vivido las convulsiones posteriores al final de la Gran Guerra.

 

Coincidiendo con el periodo de expansión económica y de desarrollo urbano, especialmente intenso en Madrid, que caracteriza la primera parte de la dictadura de Primo de Rivera, fue gestándose una animadversión hacia la capital que al final de la década rebrotará con brío. Se trata de unas reticencias que alcanzaron a los más conservadores, pero también a quienes, como Ernesto Giménez Caballero, habían abandonado entusiasmos vanguardistas y estaban en una deriva autoritaria y de admiración del fascismo mussoliniano. Incluso llegaron a los que, desde actitudes opuestas, como Federico García Lorca, veían en la ciudad moderna el lugar en el que más afiladas se mostraban las aristas del capitalismo. La crisis del 29, las reivindicaciones obreras y la creciente intervención de las clases populares en la actividad política no hicieron sino confirmar esta opinión, alimentando actitudes antiurbanas tradicionales, que coincidieron con otras nuevas, próximas al fascismo.

 

La proclamación de la II República y el protagonismo tanto de la capital como de su población en los acontecimientos que se produjeron a partir de 1931 confirmaron los temores de quienes pensaban que la ciudad estaba sufriendo un proceso de plebeyización que revelaba la existencia de una amenaza revolucionaria, como ya ocurriera en otras partes de Europa. El protagonismo de Madrid y de sus habitantes en unos sucesos que eran interpretados por los sectores opuestos al reformismo y a la modernización del país como una creciente amenaza favorecieron esta identificación de la ciudad con la política que llevaba a cabo la República. Desde el punto de vista de los más conservadores, a lo largo de los años treinta Madrid se había convertido en una ciudad tomada por las masas, por unas clases populares que reivindicaban una serie de reformas que chocaban con los valores y las formas de vida que hasta ese momento habían definido a la sociedad española. Toda la España conservadora miraba a la capital, y todo lo que sucedía en ella se interpretaba a la luz de las reticencias y del miedo a unas reformas que se consideraban el anticipo de una revolución. Ahora, en los convulsos años treinta, ya no había duda: en la ciudad anidaba la amenaza al orden establecido.

 

La reacción inmediata fue el fortalecimiento del ruralismo de raíz castellana que había surgido a lo largo del siglo XIX como reacción a la industrialización y al liberalismo. Esta aspiración antimoderna se incorporará rápidamente a los planteamientos políticos de los nuevos grupos políticos aparecidos en los años de la República, ya de inequívoco corte autoritario, y alimentará las versiones españolas del fascismo español, que representan esencialmente las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica y Falange Española. Este agrarismo castellanista, que contemplaba Madrid con renovadas reticencias, y que se unía a una inclinación historicista muy intensa, será uno de los elementos definitorios del fascismo español –definitivamente poco moderno, excepto en el caso de Ramiro Ledesma– y del rechazo hacia la capital que se desarrollará desde el principio de la Guerra Civil.

 

Lo sucedido en Madrid durante la guerra es bien conocido desde el momento en que se produjeron los acontecimientos. Pero la idea acerca de la capital de España y de la República que circulaba entre los sublevados, determinada por ideas anteriores, es más difusa, especialmente en el discurso político. En este sentido, la literatura es un medio idóneo para acercarse a la imagen de Madrid que existía tanto entre quienes vivían en las provincias, siempre reticentes ante la capital, como entre aquellos que apoyaban la sublevación y se oponían al modelo de sociedad moderna que preconizaba la República. Estos grupos sociales, muchos de ellos con intereses agrarios, que estaban en contra de la política de reformas republicanas, se mostraban críticos con las transformaciones que había traído consigo la sociedad industrial y mantenían una indisimulada nostalgia por modelos sociales y urbanos ya desaparecidos. Así, junto al rechazo del laicismo, de la extensión de la democracia y de la reforma de la propiedad agraria, preconizaban una suerte de limitación de las manifestaciones de la sociedad industrial y urbana, acudiendo a modelos agrarios, cuando no claramente preindustriales, compartidos incluso por quienes habían participado de las vanguardias, a quienes la crisis económica y la oleada revolucionaria abierta en 1917 habían llevado a enfrentarse a la utopía de la modernidad de la que anteriormente participaban. Muchos de ellos, desde Ernesto Giménez Caballero a Eugenio Montes, acabarían en las filas del fascismo.

 

Todo este proceso, abierto a raíz de la proclamación de la República e intensificado con el triunfo del Frente Popular, culminará durante la Guerra Civil, coincidiendo con el protagonismo de las masas en los acontecimientos que tuvieron lugar en Madrid y con el fracaso de los sublevados en tomar la capital. La capital fue el objetivo esencial de los sublevados, al que se destinaron todos los medios y al que se dedicaron todos los esfuerzos hasta mediados de 1937, incluso más allá de la lógica militar. Los posteriores fracasos en las maniobras de cerco llevadas a cabo por las fuerzas franquistas desde finales de 1936 hasta la primavera del año siguiente, coincidiendo con las noticias acerca de la represión que estaba teniendo lugar en Madrid, no hicieron más que intensificar la obsesión por su conquista, además de incrementar el rechazo existente a la urbe en la España nacional.

 

Puede decirse que la capital fue una obsesión entre los nacionales, pues, si nunca dejó de contemplarse la posibilidad de su conquista, su presencia en el discurso político, en la prensa y en la literatura era continua. La consecuencia de este fenómeno fue la aparición, tanto en la literatura realizada durante la guerra por los autores más conservadores o cercanos al fascismo como en el discurso político de los sublevados, de una visión de Madrid tan crítica como reaccionaria. Desde julio de 1936 y hasta los años inmediatos de posguerra, escritores como Agustín de Foxá, Edgar Neville, Francisco Camba, José María Alfaro, Ernesto Giménez Caballero, José María Pemán, Jacinto Miquelarena o Tomás Borrás, por citar a los principales de un grupo más amplio, construyeron en sus obras publicadas en estos años el reverso del Madrid del “No pasarán”, del mito antifascista. En éstas, aparece un modelo de ciudad soviética y extranjera, desespañolizada, que se convertiría para los sublevados en el epítome de la revolución.

 

Esta idea de la capital, que iba más allá de la imagen de ciudad revolucionaria aparecida a raíz de lo sucedido en julio y agosto de 1936, se resume en el término “Madridgrado”, acuñado por el general Queipo de Llano en una de sus personales charlas radiofónicas sevillanas, y luego convertido en título de una novela de Francisco Camba publicada en 1939. La idea de ciudad roja, de urbe comunista y extranjera, sucursal de Moscú en España y sucesora de Petrogrado en el elenco revolucionario, creada por escritores y periodistas del bando nacional tenía la virtud de recoger la tradicional animadversión hacia la capital actualizada por el fascismo, de incrementar el castellanismo tan caro a los sublevados y, sobre todo, de justificar el fracaso en su conquista.

 

En noviembre de 1936, Madrid era para la llamada España nacional una ciudad que se había vuelto extranjera, como demostraba la presencia de las Brigadas Internacionales, cuyo número e importancia se exageraban intencionadamente, lo que dotaba a la guerra de una dimensión de cruzada y de guerra de independencia, legitimadora de cualquier idea e iniciativa en relación con la urbe. Teniendo en cuenta estos planteamientos, todas las medidas adoptadas para su conquista, incluidos los bombardeos indiscriminados sobre el casco urbano, se consideraron tan necesarias como inevitables. No es de extrañar que en los meses siguientes a noviembre de 1936, en que se produce el primer fracaso de los nacionales ante la capital, culminase el sentimiento antimadrileño y antiurbano desarrollado en las provincias a lo largo de la centuria.

 

Para los partidarios de la España nacional, lo sucedido en Madrid desde 1931 –por no decir desde 1917– no era más que la consecuencia natural de la nueva sociedad industrial, cuyas masas populares, unidas a los sectores más bajos de unas clases medias siempre inquietas, habían tomado unas urbes que se habían vuelto hostiles e inabarcables. El modelo ideal de ciudad para quienes apoyaban la sublevación y compartían esta animadversión capitalina era la ciudad de la regencia de María Cristina, el Madrid de finales del siglo XIX, una villa tradicional en la que no había obreros, sino menestrales, y en la que las clases populares convivían con los patronos, muy arnicheanamente, en un ambiente de sainete y de alegre camaradería. Se trata de una ciudad ideal que se corresponde con la ciudad de la infancia de quienes la preconizaban y la habían construido, escritores como Foxá, Giménez Caballero o Neville, que habían nacido en Madrid, a caballo entre los dos siglos, y que, desde la España nacional, a despecho de anteriores cosmopolitismos, abominaban de la modernidad, presos de una nostalgia imposible. Esta prédica antimadrileña teñida de castellanismo, que alcanzó también a quienes ansiaban regresar a la capital, perduró más allá de la guerra, mostrando la intensidad de la animosidad hacia Madrid desarrollada desde los lejanos días de la aparición del liberalismo y la industrialización.

Este fragmento corresponde a la ‘Introducción’ de Los años de Madridgrado, que acaba de publicar la editorial Fórcola

 

 

Fernando Castillo Cáceres (Madrid, 1953) es escritor, ensayista y comisario de exposiciones. Colaborador en revistas como Cuadernos Hispanoamericanos, es autor de libros como Capital aborrecida. La aversión hacia Madrid en la literatura y la sociedad, del 98 a la postguerra; Tintín-Hergé, una vida del siglo XX; Madrid y el Arte Nuevo. Vanguardia y arquitectura 1925-1936; Geografía Modiano y Noche y niebla en el París Ocupado. Traficantes, espías y mercado negro.