Entre los comentarios a mis textos sobre las mentiras de la política lingüística en Cataluña, hay uno que aparece muy frecuentemente: el español ha sido impuesto a los habitantes de Cataluña y su implantación coercitiva ha provocado no sólo la marginación del catalán sino también su sustitución por la lengua de Cervantes. Teresa Vilardell, una de mis asiduas lectoras críticas, insistía en este argumento en su comentario sobre mi último texto, “de cómo se aprenden las lenguas”. Y para fundamentar su aseveración, me adjuntaba el link de un documento. Con él, pretende demostrar que el español fue impuesto autoritariamente por la legislación de los sucesivos poderes políticos de lo que hoy es España.
Es cierto, como ilustra el documento aportado por Teresa Vilardell, que los poderes públicos han producido una legislación que prohibía o limitaba, sobre el papel, el uso o la enseñanza del catalán. En el documento precitado se recogen una serie de citas de textos legales que intentan corroborarlo. Ahora bien, una cosa son las leyes y otra muy distinta la aplicación de las mismas. Para analizar esta dicotomía, no quiero hacer uso del refrán, que reza así: “quien hizo la ley hizo la trampa”; ni tampoco quiero traer a colación ese rasgo de la cultura política española tradicional y actual, según el cual “las leyes han sido hechas para no ser cumplidas”. Sin embargo, quiero poner el acento en otro aspecto de la aplicación de las leyes. Para que éstas, en general, sean aplicadas y rijan nuestros destinos son necesarias dos cosas: voluntad política de aplicarlas y disponer de los medios para que sean aplicadas. Diacrónicamente, estos dos medios han estado ausentes en la aplicación de la precitada legislación lingüística. Por lo tanto, esta constatación permite explicar, de una manera más objetiva, la marginación del catalán y el ascenso, la generalización y la utilización del español en cada vez más territorios y en cada vez más funciones y situaciones de comunicación, y de más prestigio. Para abordar esta cuestión y desfacer muchos entuertos, hoy haremos una somera descripción diacrónica de la evolución lingüística de la Península Ibérica.
El Reino de España actual es una realidad plurilingüe, que hunde sus raíces en la larga y procelosa historia de la Península Ibérica. Antes de la llegada de los romanos, Iberia era un mosaico de pueblos y lenguas diferentes. Su conquista por Roma (ss. III y II a. de J. C.) provocó la desaparición de estas peculiaridades lingüísticas (con la excepción del vascuence), propiciando al mismo tiempo una cierta unidad lingüística, más o menos sólida, según la fecha, la intensidad y la efectividad de la “romanización” de los distintos territorios.
La llegada de los árabes-bereberes a la Península, en 711, y su estancia a lo largo de ocho siglos acabaron con la unidad lingüística, producto de la romanización, y fueron una de las causas de la fragmentación lingüística posterior y actual. En efecto, enseguida, a partir de 722, los cristianos, que se habían refugiado en las montañas de Asturias y de los Pirineos, organizaron la resistencia contra los invasores árabes y comenzaron la Reconquista a partir de cuatro centros diferentes e independientes: Covadonga (Asturias), Pamplona (Navarra), Jaca (situada en los altos valles aragoneses) y la Marca Hispánica (Norte de la Cataluña actual). Esta pluri-resistencia dio lugar, a medida que avanzaba la Reconquista, a reinos diferentes e independientes, orientados de norte a sur. Ahora bien, la Reconquista propició, al mismo tiempo, el desarrollo y la implantación de cinco tipos lingüísticos o dialectos, que fueron, de este a oeste: el catalán, el navarro-aragonés, el castellano, el leonés y el gallego-portugués (Díez y alii, 1977). Por eso, Menéndez Pidal (1960) escribió que “la fragmentación lingüística actual de la Península Ibérica es, en lo fundamental y decisivo, resultado de la Reconquista”.
Al final de la Edad Media, con la conquista del reino musulmán de Granada en 1492, los Reyes Católicos consolidaron la unidad espiritual de la Península. Por otro lado, gracias al matrimonio de Isabel y Fernando (los Reyes Católicos), la unión de los reinos de Castilla y de Aragón estaba asegurada. Sin embargo, cada uno de estos reinos era, en realidad, una federación de estados que conservaron celosamente sus fueros (leyes), sus cortes (parlamentos), sus aduanas, sus monedas, sus impuestos, sus pesos y medidas,… y también sus lenguas (Julio Valdeón, 1981; Pierre Villar, 1979). Así, un nuevo mosaico lingüístico, fruto de la romanización y de la posterior Reconquista, alicató el mapa de la Península Ibérica.
Desde la Edad Media y hasta el reinado de Felipe IV (1621-1665), todos los reyes respetaron las particularidades regionales; entre ellas, las lingüísticas. No obstante, Felipe IV, aconsejado por el Conde-Duque de Olivares, quiso imponer las leyes de Castilla a todos los reinos de España, provocando la separación de Portugal, la guerra de Cataluña y el paso de las tierras catalanas de allende el Pirineo a la soberanía francesa. Sin embargo, y a pesar de haber ganado la guerra de Cataluña, Felipe IV respetó las libertades catalanas (Meliá, 1970). Pero esto no duró mucho tiempo.
Con la llegada al trono, en 1713, del primer Borbón, Felipe V, la centralización progresa y la prohibición formal y explícita de cualquier lengua que no sea el castellano es una decisión reiterada por los sucesivos monarcas. Así, Valencia, Aragón y Cataluña, que habían apoyado, en la guerra de Sucesión (1701-1713), al otro pretendiente al trono de España (el Archiduque Carlos de Habsburgo), perdieron sus instituciones propias y la mayor parte de sus libertades, entre las cuales la de utilizar la lengua catalana (primero, en los Tribunales; y luego, en las “escuelas de primeras letras”), en el caso de Valencia y Cataluña (cf. Decreto de Nueva Planta de 1716). Con Carlos III, una Real Cédula de 1768 hace explícita la orden de enseñar en castellano en la Corona de Aragón. Otra Real Cédula de 1780 extiende esta orden a todo el Reino de España. Y la Ley de Instrucción Pública de 1857 (o Ley Moyano, que dotó al sistema educativo español de un marco legal, que perduró sin grandes cambios hasta la Ley General de Educación de 1970) vuelve a reiterar la misma orden (Díez y alii, 1977).
Ahora bien, este intervencionismo lingüístico se inició cuando el castellano gozaba ya de una hegemonía casi absoluta sobre las otras lenguas peninsulares. Por otro lado, estas órdenes, que postulaban una explícita política lingüística de castellanización, fueron más simbólicas o formales que efectivas, ya que sólo podían dirigirse a las elites regionales —la tasa de analfabetismo rondaba aún el 70% en 1875, más de un siglo y medio después (Lerena, 1976)—; y, además, no se previeron los medios necesarios para que fueran aplicadas (Milhou, 1989).
El castellano, más bien, se fue imponiendo sobre las otras lenguas o dialectos peninsulares, ya desde la época de la Reconquista, gracias a los continuos avances de Castilla en la recuperación de los territorios bajo dominio musulmán, a su creciente poder político, económico y demográfico, así como al prestigio y peso del castellano como lengua común de los distintos reinos y como lengua de cultura y de comunicación internacional. En efecto, en tiempos de Alfonso X (1221-1284), el castellano era ya la “lingua franca” que permitió traducir y dar a conocer en Occidente las grandes obras históricas, jurídicas, literarias y científicas de la cultura de Oriente; y en esto jugó un papel importante la labor de la Escuela de Traductores de Toledo. Además, el castellano fue la primera lengua peninsular que fue objeto de “normativización”, gracias a la primera Gramática de la Lengua Castellana (1492) y a las Reglas de ortografía castellana (1517) de Elio Antonio de Nebrija (García Martín, 2003).
Por estos motivos, el castellano adquirió una gran relevancia como medio de comunicación en el campo jurídico y administrativo, como lengua vehicular de la enseñanza, de la creación literaria y científica y de la comunicación internacional. Por estas razones, las elites de las regiones con lengua diferente lo habían adoptado voluntariamente, sin ser obligadas a ello con métodos autoritarios ni coercitivos (González Ollé, 1995). Y por eso, se puede afirmar que, desde la Edad Media y hasta bien entrado el siglo XIX, la cuestión lingüística no planteó ningún problema y el español o castellano fue adquiriendo cada vez más importancia y fue conquistando nuevos espacios de comunicación, no por la imposición autoritaria de los poderes del Estado, sino por su prestigio, su pujanza y su peso específico, largamente arraigados (Madariaga, 1978).
Coda: « Je ne demande pas à être approuvé, mais à être examiné et, si l’on me condamne, qu’on m’éclaire » (Ch. Nodier).
© Manuel I. Cabezas González
Mentiras del nacionalismo español sobre la política lingüística catalana:
Usar el pasado para justificar el presente es el método habitual de los nacionalistas. E intentar justificar lo que ya pensamos en vez de buscar la verdad para fundamentar sobre ella todo nuestro pensamiento es contrario, como diría hoy Descartes, a toda regla científica.
Alfonso X era un rey leonés (que no castellano) de origen gallego y criado en Galicia (vivía en verano en Maceda y en invierno en Allariz). Tenía como lengua materna el galaico-portugués y le enseñaron el castellano igual que le enseñaron el latín, el astur-leonés y más tarde el árabe. Su libro más conocido (As cantigas de Santa María) lo escribió en galaico-portugués (lengua madre del gallego y del portugués) por una sencilla razón que él mismo señala: el gallego era una de las dos lenguas cultas en toda Europa junto con el ocitano, para la lírica y el castellano aun estaba en pañales en ese género y no era válido para tal tarea. La frase que plantas en el texto deberías contextualizarla y así sabrías lo que esconde. Los nobles le “invitaron” a que comenzase a establecer el castellano como lengua vehicular para frenar el empuje de los nobles de los reinos periféricos (muchos más ricos). No había ningún sentido filológico en ello. Solo político. Como casi siempre, por desgracia…
Por cierto, esa frase también muestra otro elemento importante que el nacionalismo español no acaba de admitir. La lengua culta en esa época en filosofía, arte y matemáticas no era ninguna lengua romance peninsular. Era, y con creces, la árabe. A los árabes y la traducción de los textos en lengua árabe, le debe toda Europa el redescubrimiento de las obras griegas y el fin de la ignorancia que tanto daño estaba haciendo la edad media en todo el continente. Empleando un término muy usado en historia, te diré que hagas un esfuerzo en ser menos presentista y que intentes contextualizar las frases antes de usarlas para desmontar las teorías de otros nacionalismos.
Para terminar, y espero haber sido lo más correcto a la hora de criticar ciertos elementos de tu texto, decirte que cuando analices la imposición de lenguas, no cometas los mismos errores que aquellos a los que pretendas “corregir”. El pueblo nunca ha entendido de gramáticas, ni de imposiciones. Los únicos (y no eran pocos) que residiendo o transitando por un reino que no era el suyo de nacimiento, hablaban una lengua que no era la autóctona (en este caso el castellano en tierras de habla catalana) eran los comerciantes, diplomáticos y, en menor medida, las clases altas. La gran mayoría de personas de cada reino ni tenían recursos, ni interés, ni tiempo como para aprender una segunda lengua. Por lo tanto, nos hallemos en el lugar de Europa en el que nos hallemos en las épocas de las que hablamos, la mayoría de la población hablaba la lengua propia de esa región. En Catalunya, se hablaba mayoritariamente catalán en sus diferentes dialectos hasta que las imposiciones bien internas, bien externas, empezaron a dar sus éxitos y se empezó a imponer el castellano. Exactamente lo mismo que hicieron los nobles catalanes al imponer su lengua a los valencianos en el pasado. Solo a través del comercio se empezó a lograr la suplantación (que nunca llegó a ser efectiva del todo hasta las últimas décadas) de la lengua propia de los valencianos. Si quieres otro ejemplo peninsular, toma nota del frustrado intento de las clases altas navarras por imponer el navarro-aragonés a sus súbditos de habla vasca. Al final, la lengua que desapareció fue el navarro-aragonés (ya casi no habla nadie la única lengua derivada de ésta) y la que persistió fue el euskera. Esa misma imposición hubiese sido exitosa con los mecanismos de nuestros días. Más en aquellas épocas, fue una simple ley sin éxito práctico. Los métodos del último siglo son muchísimo más eficaces que los del primer emperador chino que pretendió imponer el mandarín, primero como lengua administrativa y luego como lengua imperial. Con los métodos actuales lo hubiese logrado igual que lo está haciendo el español en la península.
El español se impone, lo quieras ver o no. Muchos gallegos de habla española nunca se han topado en su vida con la prohibición de expresarse en español (más bien con la obligación de coexistencia entre gallego y español, cosa que consideran antinatural). Sin embargo, los que somos de lengua materna gallega, estamos MUY cansados de la prohibición de expresarnos en gallego. La constitución estatal establece igualdad entre ambas, siendo la realidad bastante distinta y perdiendo el gallego siempre la batalla cuando se recurre a los tribunales pues, las demás leyes conculcan ese mandato inicial de igualdad. ¿Se entrometen o no se entrometen las leyes en los asuntos de las lenguas?