Hay un recóndito y céntrico rincón berciano en Berlín, al que se llega tomando el metro hasta la parada de Friedrichstrasse, justo en uno de los meandros que hace el río Spree en su sinuoso recorrido por la capital alemana. Al salir, una ajetreada y comercial calle, que lleva el mismo nombre que la estación, invita a un largo paseo en dirección a Mehringplatz, pero nuestro destino está a unos pocos metros, en una calle que gira a nuestra izquierda, Dorotheenstrasse. Allí, en la casa que ahora ocupa una librería Dussmann das KulturKaufhaus, le llegó la muerte al escritor berciano Enrique Gil y Carrasco una fría mañana de domingo, 22 de febrero, de hace 170 años.
En su fachada, una placa recuerda en español y en alemán que: “Aquí vivió desde 1844 hasta su muerte el diplomático, poeta y escritor del Romanticismo español. Enrique Gil y Carrasco 15.7.1815 Villafranca del Bierzo- 22.2.1846 Berlín. Fue diplomático en la legación del Reino de España ante la Corte de Prusia y entabló amistad con Alexander von Humboldt”. A su alrededor no se agolpan los turistas para hacerse fotos. La mayoría de los españoles que visitan la ciudad alemana desconocen la existencia de ese lugar, al que sólo acuden a cuentagotas algunos bercianos, con la curiosidad de saber donde pasó sus últimos días su paisano más universal, el “padre” de ‘El Señor de Bembibre’.
El escritor no llevaba todavía dos años en Berlín, a donde había llegado en “misión diplomática”por orden de la reina Isabel II, cuando le sorprendió la muerte con apenas 30 años y muy débil por la tuberculosis agravada desde el verano del año anterior y que en los últimos días no le permitía ya levantarse de la cama. Como recoge José Luis Suárez Roca en ‘Las vidas del centenario. Enrique Gil y Carrasco, “su amigo José de Urbistondo va a verle a casa el 21 de febrero y una carcajada de enfermo le hiela la sangre en el corazón”.
“Apenas puede respirar, pierde el habla y hacia las doce de la noche pide por señas al criado que ponga la cama en mitad de la habitación para respirar mejor…Balbucea unas palabras y cae en un denso sopor”, relata Suárez Roca. Gil y Carrasco sólo aguantaría algunas horas más y en el amanecer de ese 22 de febrero de 1846 su pluma se apagaría para siempre, muy lejos de su Bierzo, al que no regresaría hasta casi siglo y medio después gracias a la intermediación del entonces embajador en Berlín Oriental, Alonso Álvarez de Toledo.
Su muerte pasó inadvertida y sólo unos pocos amigos velaron su cadáver y asistieron a su entierro en el cementerio católico de Santa Eduvigis, un camposanto que después de la Segunda Guerra Mundial quedó dentro de los límites del Berlín Este. En la actualidad ya no existe, solo su catedral, próxima a Bebelplatz y frente a la Universidad de Humboldt, cuya entrada preside una gran estatua de su mejor amigo alemán, al que conoció nada más llegar a la ciudad y a quien entregó sus cartas de presentación el 24 de septiembre de 1844 tras un largo y frenético viaje por Europa.
Un berciano en la capital alemana
Suárez Roca destaca en su biografía esa buena relación entre Humboldt y Gil y Carrasco, que les lleva incluso a hablar entre ellos desde un principio en castellano. Este barón prusiano era “un anciano vigoroso, de suave y abundante cabello blanco”, que 45 años años antes había viajado en un coche alquilado hacia La Coruña, para tomar allí un barco e iniciar su periplo en la América española. “Se detuvo a contemplar el vergel del Bierzo y decidió pernoctar en Villafranca, tal vez por esa feliz circunstancia siente entonces Humboldt una simpatía activa por Enrique Gil”, explica.
En estas circunstancias, el sabio científico y humanista decide convertirse en su mentor en Berlín y le presenta en sociedad y facilita su entrada en los círculos aristocráticos, incluso elogiando su talento ante los ministros y el propio rey Federico Guillermo IV, que unos días después le invitaba a un banquete en Postdam. Una intensa vida social que le permitió hacerse en poco tiempo con las mejores fuentes de información en la ciudad alemana y que le servían para cumplir con diligencia su misión de informar sobre las condiciones industriales alemanas al gobierno de Madrid.
Tras pasar el otoño y el invierno, a principios de verano aparecen los esputos sanguinolentos y su tos se agudiza, obligándole a guardar cama durante todo el mes de julio y buscar en los primeros días de agosto, por prescripción médica, la salud en las aguas de Reinerz, en las montañas de silencia. Lejos de mejorar, su estado empeoró y regresó de nuevo a Berlín, sabiendo que un nuevo invierno en Alemania solo podría traer peores resultados.
Pero antes del trágico desenlace, el escritor villafranquino vería llegar llegar desde Madrid algunos ejemplares de ‘El Señor de Bembibre’, uno de ellos sería entregado al rey como regalo en el día de Navidad, encuadernado en seda. Su lectura -el monarca conocía la lengua española- le conmueve y ordena inmediatamente a sus súbditos que le traigan unos mapas del Bierzo para ir siguiendo sobre él, paso a paso, los lugares en los que se desarrolla la historia de Don Álvaro y Doña Beatriz.
De tal manera impactó la novela en Federico Guillermo IV, que decidió conceder a Gil y Carrasco la Gran Medalla de Oro, máximo reconocimiento a aquellas personas sobresalientes en el mundo de las artes y las letras. “Eso se lee en su último informe, escritor el 30 de enero de 1846. En el lecho de muerte ha recibido la medalla”, escribe Suárez Roca. Un final “romántico” para el escritor, enfermo como su Beatriz de Osorio, lejos de su familia y lleno de deudas -que fueron pagadas con la subasta de sus libros, sus ropas y sus muebles, a excepción de 883 francos que pagaría el gobierno español ocho años después-.
¿Dónde está Gil y Carrasco?
¿Dónde está Gil y Carrasco?. Durante décadas esa pregunta no tuvo respuesta. Una vez caducó su derecho de sepultura en el cementerio de Santa Eduvigis en 1882 y pasados los años, la pista de esa tumba se perdió hasta que la llegada de Alonso Álvarez de Toledo a la embajada española en Berlín Oriental permitió despejar esa incógnita. Toda una aventura que relata en uno de los capítulos de su libro ‘Un tranvía naranja y polvoriento’, que lleva por título ‘Los restos perdidos del poeta o como salir de Alemania Oriental después de muerto’.
“Quisiera que lo que voy a relatar comience también así, con la imagen fija de la escena en el cementerio de Santa Eduvigis, la cual siempre me viene a la memoria cuando alguien menciona -o leo en un libro- el nombre de Enrique Gil y Carrasco”, cuenta Álvarez de Toledo, que evoca una imagen de seis personas alrededor de una tumba, en un cementerio antiguo, “donde la falta de cuidado y las recientes lluvias han permitido que la vegetación al crecer desdibuje linderos y llegue a ocultar algunas lápidas”.
En sus páginas recuerda la carta de su prima Marita Halffter -la mujer del compositor Cristóbal Halffter-, en la que le pedía que averiguara el paradero de los restos de Gil y Carrasco, y el expediente que sobre ese tema encontró en la Embajada al llegar a la ciudad alemana, así como las insistentes peticiones del alcalde de Villafranca o las alegaciones del experto francés Jean Louis Picoche sobre el lugar exacto de su enterramiento. Todo eso le había llevado esa mañana de 1987 a ese preciso lugar del cementerio, donde alguien había empezado a excavar hasta una profundidad de medio metro, el rectángulo preciso de una antigua tumba. “Sobre la base de piedra se lee una inscripción: Peter Wilhem Reichensperger 6-5-1851 22-2-1882”, escribe Álvarez de Toledo.
A los pocos minutos empiezan a aparecer varias agarraderas de bronce oxidado entre la tierra, todas de la caja de Reichensperger. Los enterradores siguieron excavando hasta que uno de ellos señaló que era inútil continuar por que “esta tierra no ha sido removida nunca”. El embajador español no se dió por vencido e insistió en que excavara en otro punto, al fondo de la fosa, que faltaba por comprobar.“Acto seguido comenzaron a parecer huesos y asas”, escribe Álvarez de Toledo, que destaca que el cráneo de Gil y Carrasco “se conservaba intacto y la blanca dentadura nos sonreía con expresión de agradecimiento”.
Sus restos fueron guardados en una caja de madera, mientras comenzaba ahora el largo periplo para conseguir la autorización que permitiera a Gil y Carrasco ser repatriado a España un siglo y medio después. Un permiso que llegó tras decenas de gestiones y escribir al Ministerio de Interior para certificar la inexistencia de herederos directos y el “clamor popular” del pueblo de Villafranca del Bierzo por recuperar los restos de Gil y Carrasco, que unos días después volaban hacia Madrid en uno de los aviones de Aeroflot. “Y el autor de ‘El Señor de Bembibre’ logró finalmente regresar definitivamente al lugar de su nacimiento”, concluye Álvarez de Toledo, para reposar ahora en un sepulcro en la iglesia de San Francisco.