En la vida de Celia hay una palabra que se repite de continuo: trabajar. Cuenta que en su familia eran ocho hermanos y que era habitual que a la casa de los pobres se acercaran a tocar la puerta y preguntar a su madre “señora, ¿no tiene una rapaza que valga para trabajar?”. Y siempre la escogían a ella. Estuvo en Salamanca, “arriba, en Las Omañas”, en Bembibre, “en unos cuantos sitios”. Así hasta que a los 24 años se casó con su marido, con quien trenzó una vida juntos que solo pudo separar el covid. Se instalaron en Igüeña y entonces, a trabajar, despachando en la carnicería que él regentaba.
Se habían conocido en Colinas, donde ella vivía, “algún sábado de los que nos dejaban salir a jugar” y fue “de esas cosas que dan así, chispazo”. Él era de Fasgar y vivía en Campo, “donde el patrón Santiago”. Bajaba a Colinas a trabajar a la mina, como tantos otros en esta sierra de Gistredo. Después vino el negocio.
Aquella carnicería fue el primer motor de una economía familiar que alza en el hotel Miralrío, junto al Boeza, en Igüeña, el resultado de décadas de trabajar y trabajar. Pues tras la carnicería y la tienda vino el restaurante. Y después del restaurante, a base de mucho esfuerzo, se pudo levantar el hotel. Celia vive en las estancias de lo que fue un establecimiento que acogía a mineros, ingenieros, visitantes de todo tipo, y que durante varias décadas fue un hervidero de actividad. Hoy, ya solo vive en él Celia, con todos sus recuerdos. No quiere irse, pues “si marcho todos esos recuerdos se quedarán aquí”. Y aquí es feliz.
Su historia es muy larga y sus nietos le han regalado un libro en blanco titulado “Háblame de ti, abuela”, en el que está contando por escrito cómo ha sido su vida “desde que nací”. Nos emplaza a leerlo cuando lo termine pero nos facilita un adelanto en este reportaje de los Premios Mujer de El Bierzo Digital.
Háblame de ti, Celia
El invierno es duro en Igüeña aunque, recuerda Celia, “lleva dos años sin nevar”. La estación es fría “pero yo lo paso bien”, comenta, aludiendo a su calefacción de gasoil y su estufa de pellets. La vida en esos meses en estas alturas es lo primero que intriga a quienes puedan saber de la decisión de esta mujer de seguir viviendo en su hotel, cerrado desde los años noventa. Enviudó recientemente, en la pandemia, que terminó así con un matrimonio en el que el trabajo fue la máxima de cada día, un espíritu responsable y emprendedor que transmitieron a sus hijos.
Cosiendo, leyendo, rodeada de recuerdos, Celia pasa las horas en el hotel, principalmente en la planta baja. Sube y baja a la habitación para dormir. Despacito, casi de lado, moviéndose por los escalones de uno en uno. Recorre esta escalera no más de dos veces al día. Las subía y bajaba a diario decenas de veces, corriendo, cuando estaba en marcha el hotel.
Sale a pasear dos veces al día pues la médico le dijo que tenía que hacerlo. Le gusta ir a la zona donde tenían el matadero. Se apoya en dos palos, pues el cuerpo nota las consecuencias de una vida de trabajo sin parar. Pero la voluntad es firme y para estas caminatas “me acuerdo de lo de antes”, dice, “y eso me da fuerza”. “Estoy muy bien aquí de un lado a otro, cuidar las flores…” cuenta. “El invierno pasado me llevaron para León para tres meses. Paré 15 días”, señala con simpatía. “Si estoy aquí me parece que está el marido junto a mi”.
A veces, en los veranos, viene gente que estuvo hospedada o comiendo “hace 30 años”. Una vez, un grupo venían “a ver si les daba de merendar, pues ahora ya no”, comenta antes de reír.
Y con cada recuerdo del pasado, el trabajo. Antes de vivir en el hotel, donde sigue luciendo una larga hilera de macetas con cuidadas flores y plantas (cuenta Celia que le lleva algo más de una hora regarlas), estuvieron 25 años en la casa de enfrente. Después comprarían el prado y levantarían el Miralrío. En un principio, dice, iban a hacerse una casita pero el marido vio el plano y dijo “eso no vale”. Decidieron hacer algo más grande, pasito a pasito. De hecho, la última planta está todavía sin adecuar. En su apogeo, contaban con 12 habitaciones y 18 camas. El comedor del restaurante tenía capacidad para hasta 70 personas.
En la casa de enfrente, quedaron la tienda (“vendíamos de todo, desde cuchillos a frutos secos”, chaquetas y alimentos) y la carnicería. Es en ese lugar donde empezaron a dar comidas. Fue un día que había unos viajantes, tres en concreto, que tras sus labores se quejaron de tener que bajar a Bembibre a comer. Igüeña no dista mucho de la capital del Bierzo Alto pero, como dice Celia, “en tiempo de invierno, mal por el tiempo; y en tiempo de verano, por el calor”. Así que se le ocurrió ofrecerles “un plato caliente y os frio un filete”. Aceptaron y tuvo que pedirle prestada una mesa a la vecina. “Así empecé”, relata, “y cuando me di cuenta ya no tenía sitio donde meterlos”.
El primer encargo que tuvieron en el restaurante-hotel Miralrío fue cuando vino una empresa de Valladolid a echar brea a la carretera de Tremor. “Eran 20 personas pero no tenían donde ponerlas”, relata Celia, así que se lo encargaron a ellos. El marido anduvo por Ponferrada y León buscando camas “unas de aquí y otras de allí” y terminaron de poner la cocina. “Y empezamos así”.
“Fuimos amueblando como hemos podido, poco a poco, trabajando sin parar” mientras alzaban su negocio, hecho “con mucho sacrificio y con mucha alegría”. El trabajo y la alegría van de la mano en la vida de Celia. “Eramos muy felices”, vuelve a decir; y recuerda con orgullo que no tuvieron que pedir créditos a nadie ni dejaron a deber a nadie. “Y pagamos todos los fines de semana a los obreros”.
Se muestra muy agradecida a la gente de Igüeña así como “a los pueblos de Colinas, Urdiales y Los Montes”, pues venían a comprar. Tenían trabajando a personas de la zona, “gente muy buena”, asegura.
Trabajando desde niña
Celia era la segunda y desde pequeña “me tocó andar rodando por el mundo”. Desde los siete años fue a trabajar. Se ríe al decir que “me parecía que casándome iba a llevar mejor vida”, para inmediatamente añadir que “fuimos muy felices”. Esa felicidad está siempre ligada al trabajo, a levantarse a las cinco de la mañana, a quedarse hasta las tres… “Había días que ponía dos sillas allí [señala la zona de la cafetería, junto a la ventana], me dormía en las sillas hasta que ya venían a tocar a la puerta”.
Celia a veces piensa “cómo sería capaz yo de hacer todo esto”, mantener los negocios, hacerlo todo (las sábanas, los edredones…). Su comedor “nunca estuvo cerrado y la cocina tampoco”. Y antes de dedicarse al Miralrío, subía al matadero que tenían en la carretera a Colinas, cargaba, lo traía a la carnicería, se ponía a deshuesar, a despachar a la gente que venía… Luego una de las hijas tomó el relevo cuando ella abrió el hotel y los otros trabajaban con el padre.
En un momento dado, Celia decidió jubilarse pero aguantó poco y se volvió a dar de alta para seguir trabajando. Fue al cerrar las minas, que “ya no había gente”, cuando tuvo que cerrar. Y desde entonces, “hasta ahora, que llegó la pandemia y me llevó al marido; ahora, justo cuando mejor podíamos vivir”, lamenta.
Reponerse y seguir
“Yo allí no puedo entrar”, dice Celia de la caseta donde se guarda el camión de su marido, que dieron al nieto pequeño. “Celia, vamos a ver el camión”, le dijo un día su marido. Fueron a verlo. El hombre entró y dijo “adiós, hermano mío, que tú fuiste quien me ayudó a ganar todo el dinero para la casa. Nunca más te volveré a agarrar”. Y ya duró poco.
Cuenta Celia que lo pasó muy mal al enviudar pero que tras unos meses se convenció de que “tengo que reponerme, tengo que tirar para arriba”, pensando en los hijos y los nietos. Los hijos son cuatro, “todos muy trabajadores”, y se siente muy querida por los nietos. Los biznietos todavía son pequeños, con 11, 9 y poco más de un año. Vienen a visitarla y corretean por lo que fue el comedor, donde pasa sus días Celia.
Juegan y corretean por donde antes hubo mucho trabajo. Los hijos de Celia no pudieron hacerlo, “hijos míos, no tenéis nada que agradecerme a mí”, piensa, “no os di niñez”. Pues desde pequeñitos tuvieron que trabajar y ayudar, quedar al cargo, fregar vasos, limpiar…
“Teníamos cerdos, ovejas, vacas… los críos tenían que ir con el ganado”. Mientras otros niño jugaban, ellos trabajando. Dice que ahora se ríen y aseguran que lo pasaban bien. Ella remarca que “nunca les falto de comer ni de vestir” y piensa que sí, que lo pasaban bien, recuerda mientras mira a su alrededor una vez más.
En un momento dado, se habló con las autoridades de la posibilidad de vender el hotel, ya cerrado, para que se pusiera una residencia de ancianos. Pero al final aquello no fructificó. Buscan venderlo aunque, reconoce Celia, “para vender está la cosa mal”. Los hijos “tienen la vida hecha”, con sus trabajos y sus negocios y solo van en vacaciones. Aunque también les daría pena venderlo “por el sacrificio que costó hacerlo”. Pero, por otro lado, “para que se quede y se caiga…”, lamenta Celia.
También los nietos están todos trabajando. Parece que también sus hijos han transmitido esa laboriosidad. Ella supone que “lo que ves, aprendes”, y en su casa el trabajo fue siempre la manera de ser felices. Esa casa es el hotel Miralrío, junto al Boeza, en Igüeña. Cerrado desde que cerraron las minas, en su interior sigue viviendo, feliz con sus recuerdos, su dueña.
Premios Mujer Bierzo 2023
El Ayuntamiento de Igüeña, con el alcalde Alider Presa al frente, ha propuesto a esta berciana como nominada a los Premios Mujer Bierzo 2023 que organiza El Bierzo Digital. Estos premios buscan reconocer y galardonar a la encomiable labor de todas las mujeres y, especialmente, a las de nuestra comarca. Es la tercera vez que el Ayuntamiento de Igüeña apoya esta iniciativa. En ocasiones anteriores, pudimos conocer las historias de la apicultora Ana San José y de la científica Angelita Rebollo.
Magnifico reportaje, estás guapísima. Besos de tus admiradores de Granada. Marisa y Pepe
Se merece todo el reconocimiento es una luchadora